Ya van más de tres años desde el decreto expedido por el gobierno de Colombia que puso las reglas sobre la mesa para quienes quisiesen emprender en la naciente industria del cannabis. En ese entonces significaba que decenas de empresas que ya comerciaban productos, manejándose en una especie de “zona gris jurídica” bajo varias inseguridades, pudiesen hacerlo de manera legal y reglamentada. Pero este sueño no es para cualquiera: exigentes protocolos de seguridad y especificaciones técnicas provocaron una lenta marcha burocrática que sacó de la cancha a los pequeños emprendimientos y a los campesinos que históricamente trabajaban de manera ilegal.